sábado, 22 de enero de 2022

Soldados de plomo


......por aquél entonces, en la escuela primaria a la que yo asistía y de la que no guardo ningún buen recuerdo excepto el que aquí narraré, la maestra de inglés otorgaba mensualmente una distinción a manera de estímulo e incentivo, al alumno que había tenido en sus clases un desempeño si no sobresaliente, al menos meritorio. Esta distinción era una estatuilla mágica y mortalmente bella, brillaba como un Grial inalcanzable en el cotidiano horizonte, y de todos los escasos atractivos que el saber albergaba y que la escuela ofrecía, éste era sin lugar a dudas el único por el cual valía la pena ser eso que llamaban, un alumno. Codiciada por todos y reservada solo a unos pocos, no era ésta una estatuilla cualquiera, no era un escudo, ni una bandera, ni una placa con tu nombre, era mucho, realmente mucho más que eso. Era un soldadito de plomo. 

Mes a mes ocupaba yo todas mis energías en obtener el preciado galardón, luchando de manera artera y vil contra una hueste de bárbaros casi tan iletrados como yo e igualmente farsantes, que simulaban por la lengua de Shakespeare un interés irracional y obsecuentemente abyecto; sin embargo no era la posesión en sí del mencionado galardón ni, mucho menos, la pasión por el conocimiento lo que en lo personal alentaba mi silenciosa batalla, sino un motivo mucho más simple a la vez que imposible e irremediablemente demencial. Por primera vez en mi vida había sido alcanzado por la daga del amor, una mujer se había apoderado de mi corazón y no quería yo otra cosa que no fuera morir entre sus brazos. A todas partes llevaba dentro de mí un incendio infinito y la que había iniciado ese fuego de tales magnitudes no era otra que, justamente, la maestra de inglés.

Una tarde en que correspondía la entrega del soldadito de plomo de ese mes y llegado el momento, ella levantó la cabeza y sus ojos buscaron los míos. El mundo se detuvo. Tan grande fue el silencio. Su mano de naturaleza celeste levantó la estatuilla y de aquella boca diseñada sólo para la paz y la delicia, cayeron las letras que ordenadas de cierta manera formaban mi nombre. Me levanté y caminé hacia lo que parecía ser un altar, fue así que durante la travesía por los cientos de miles de kilómetros que separaban su escritorio de mi pupitre, juraría que escuché o al menos creí escuchar su voz que como si de una diosa de la antigüedad se tratase, me hablaba y en su hablar me decía esto que ahora voy a contar y que aunque seguramente no fue así bien pudo haberlo sido: “...he aquí este soldado de plomo para este pequeño y valiente caballero que a codiciar se ha atrevido este preciado trofeo, sé que ignoras profundamente los mecanismos de la lengua cuyos secretos día a día intentamos develar en esta sala; los tiempos verbales, los pronombres, los giros adverbiales la fonética y la pronunciación, todo, es decir, todo, te es absoluta e inconmensurablemente ajeno, los dioses saben que es así . Sin embargo, no te entrego yo esta figura anhelada y miserable, por tus progresos con el future perfect o el present continuous, ni por tus ingentes esfuerzos por mejorar tu pobre y escaso vocabulario , ni por la estéril dedicación a tu carpeta que ya estaba incompleta el primer día de clase y así seguiría y seguiría; yo te entrego este premio porque desde la colina de mi escritorio, cada día, cada tarde entre las tres y las cuatro y cuarto, por entre las voces de todos los alumnos, y los ruidos, y los sonidos de la calle y todos los sonidos de la tierra que con todos nosotros gira, puedo escuchar claramente, el latido de tu corazón.

Aquella maestra, cuyo nombre callaré aunque recuerdo, sembró la única flor en el sendero de penurias e indignidades que fue mi paso por la primera escolaridad y que así habría de continuar en la segunda y ocasionalmente en la tercera, nuestras vidas se cruzaron un instante como dos trenes que se cruzan en la noche bajo el breve parpadeo de la luna y entre dos toques de campana. Nunca más volvimos a vernos, nunca más supe de ella, nuestro encuentro fue por demás efímero y si se quiere, insignificante; sin embargo no fue preciso más que lo hasta aquí narrado para que aquellos ojos y aquella voz que solía pronunciar mi nombre, me quedaran para siempre grabados en el alma como el plomo de aquél soldado que aún conservo, único testigo sobreviviente de eso que no sabía yo entonces que se llamaba amor.

Cuando me convertí en padre, comencé a preguntarme qué quería yo de aquellos que llegaran a ser los maestros de mis hijos y de todos aquellos que sin ser mis hijos podrían también serlo. Qué deseaba yo que tuvieran, qué esperaba que fueran capaces de hacer. Esta incertidumbre me acompañó siempre en innumerables e interminables reuniones de padres y maestros y directivos y asesores de gabinetes psicopedagógicos y demás; ...contenidos, objetivos operacionales, formación académica, perfil de alumno, actividades, laboratorio, deportes, computación, inglés....., una compulsiva estética de la abundancia que no hacía otra cosa que demostrar que detrás del exceso de algo, se ocultaba la ausencia de todo.

Finalmente y quizás al amparo de mis recuerdos infantiles, llegué a saber qué es lo que entonces deseaba y hoy pretendo. Es algo menos complejo, aunque quizás más ambicioso, se trata de algo más singular, más genuino, más precioso. Contar con que posean un oído tan delicado, tan pero tan fino, que de todos esos niños que son sus alumnos y que son mis hijos y los hijos de otros tantos como yo, puedan escuchar claramente, el latido de sus corazones. 

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