jueves, 10 de febrero de 2022

Ligeria 


Había una vez un pueblo llamado Ligeria que ejercía la más absoluta supremacía cultural, ideológica y militar sobre todos los demás pueblos de la región. Tal poder había florecido a partir del nacimiento de un líder llamado Jadok, cuyas ideas y premisas habían prendido como la tiña en el corazón de todos los habitantes. Cada uno de ellos idolatraba incluso el aire que se agitaba en los leves parpadeos de su ídolo. Antes de Jadok, esta era una comarca como cualquier otra, sin horizonte ni fantasía, sin deseos ni sueños, sin otra esperanza que la del simple transcurrir en agónica mansedumbre. Pero Jadok llegó para cambiar eso. 
A instancias de sus proclamas y al amparo de sus consignas, los habitantes de Ligeria comenzaron a encontrarle a sus vidas algo cuya existencia y magnitud desconocían hasta entonces; sentido. Y así, un fuego arrasador invadió el espíritu de un pueblo ausente que se reconocía ahora cargado de presencia. Dotados por Jadok de un poder que no alcanzaban a comprender pero sí llevar adelante, arrasaron con todos los pueblos vecinos y también con aquellos más allá de las cercanías. Por medio de sistemáticos ataques vandálicos, asesinaron, violaron y masacraron mujeres y niños; y así, a lomo de tal locura, prendieron fuego a ese mundo ajeno que hasta ayer era desconocido pero que ahora era todo suyo. 
Cuando ya casi no quedaban pueblos por dominar, y en la tercer luna de la primavera de un día como cualquier otro, Jadok se paró ante el pueblo y habló. Y dijo: “Mis queridos amigos, hermanos, pueblo mío. Sé que todo cuanto hemos conquistado ha sido el resultado de su fervor de patria y de la irreductible devoción a mis palabras. Sé que hemos adquirido una grandeza y un poderío que son objeto de admiración y respeto por parte de quienes nos temen. Pero debemos comprender también que, para obtener lo obtenido, hemos cometido crímenes y nos hemos condenado ante toda historia. Esto debe terminar. Restituiremos, hermanos míos, todo cuanto se pueda a sus antiguos y legítimos poseedores. Sabido es que no podremos devolverles las vidas que hemos sesgado, ni las violaciones que nuestra encendida lujuria llevo a cabo, ni las casas que incendiamos invocando un mundo nuevo; pero podemos devolverles sus tierras, su ganado y sus bienes, trabajar para restituir todo cuanto podamos, y comprometernos a respetar en lo futuro sus ídolos, sus ideas y su cultura. De esa forma, y bien sé que lo harán, habremos logrado reparar en alguna medida nuestro incomprensible e insensato arrebato de expansionismo y dominación, y volveremos a vivir como el sereno y apacible pueblo que nunca debimos dejar de ser.” 
Al concluir Jadok sus palabras, todos los habitantes de Ligeria permanecieron un instante inmóviles y en silencio, luego comenzaron a mirarse unos a otros. Si bien Jadok era su dios y su guía, no entendían demasiado lo que acababa de decirles. Así como tampoco habían entendido demasiado todo aquello otro que en su momento había dicho y que los llevó a masacrar a sus vecinos. Pero una cosa sí sabían todos con absoluta certeza. No tenían pensado reconocerse en error alguno ni, mucho menos, volver a ser los de antes renunciando al incendio de esa razón que, de manera inusitada, había brotado e invadido la medianía de sus pequeñas existencias y las había ornado con aquel sentido antes ausente. Luego de una sencilla y fugaz deliberación, los habitantes de Ligeria se arrojaron sobre Jadok. Y lo despedazaron.